La belleza
En un mundo que valora la eficiencia, esta carta es una defensa visceral de la poética del arte y la belleza como vehículos para conmovernos y detener el tiempo.
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01. PARTE I
Accedí al Templo por una de sus puertas laterales.
Me sacudió un fuerte olor a incienso.
El Santísimo estaba expuesto en al altar.
Sobre él, un Cristo de piedra suspendido del techo.
Nos movíamos casi a oscuras.
Sólo un par de velas iluminaba la escena.
Los fieles rezábamos sobrecogidos.
Comenzó la canción.
El primer acento alumbró el altar por su lado izquierdo.
El segundo, por el derecho.
Finalmente, el Cristo quedó iluminado también.
Los fieles,
aún más sobrecogidos,
seguíamos rezando,
conscientes de que no era una celebración más.
A los pocos segundos, el sacerdote salió de la Sacristía,
y se acercó al altar.
Tras besarlo, se quedó inmóvil,
frente a él.
Terminada la canción dijo: “El Señor esté con vosotros”,
con voz grave y contundente,
y comenzó la celebración.
02. PARTE II
En mi vida habré asistido a más de tres mil misas.
Con esta claridad, recuerdo cinco o seis.
Todas tienen algo en común, sin embargo.
En todas, desapareció el tiempo.
En todas, sólo existió el momento.
No es casual.
Que recuerde ésta no es casual.
La belleza no es innecesaria.
Tampoco obligatoria.
Como la teatralidad que acompañó esta celebración.
No era obligatoria.
Se podría haber hecho de otra manera.
Pero de ser así, no perduraría en mi recuerdo.
Lo que nos conmueve, trasciende el tiempo.
Nos sostiene en el presente y permanece en nuestro recuerdo.
Por siempre.
03. PARTE III
A mí, esto es lo que me mueve.
Cuando hago arquitectura. Y todo lo demás.
Porque el arte, la belleza, claro que importa.
Podemos no tenerla en cuenta.
Comer más por menos.
Consumir más por menos.
Experimentar más por menos.
Pero no es igual.
Porque la belleza,
si miras como se ha de mirar,
te conmueve y te lleva a otro lugar.
¿A qué más se puede aspirar?